Reseña

MATERIA VIVA (poemas)
PRÓLOGO por Enrique Pezzoni
Remota y a la vez inmediata; ajustada a una voluntad de austeridad, casi de laconismo, pero también extrañamente ligada a la opulencia y la celebración: la poesía de Luisa Peluffo tiene la persuasión de un ritual cuyas fórmulas estrictas van ciñendo sin franquearlos los contornos de un espacio dentro del cual se precipitan el arrebato y el vértigo. Ceremonia secreta que no admite espectadores: presenciarla es volverse partícipe. “El falso poeta habla de sí mismo, casi siempre en nombre de los otros. El verdadero poeta habla con los otros al hablar consigo mismo.” (Octavio Paz).
Cada poema de Materia viva, cada una de sus frases rigurosas y diáfanas como las máximas de un libro sacro, se integra en la narración de una historia iluminada por el fulgor del reconocimiento: reconocemos las etapas de ese tránsito que es nuestro ingreso al mundo; reconocemos el desasosiego ambivalente que es sentir nostalgia por la soledad con nosotros mismos y, al mismo tiempo, ceder al anhelo de entrar en contacto con lo otro y con los otros. Viaje ilusorio cuyo fin es su comienzo. Atestiguar la diversidad no es sino corroborar la unidad original de que creímos desgarrarnos. La última frase de este libro celebra el pacto con todo lo visible y lo invisible de que somos parte: “Hay temblores y lava. El universo se encabrita en una fiesta sacra.”
Definición del ser, incrustado en sí mismo pero a la vez central, y por lo tanto inmerso en una profusión que lo acecha como para devorarlo; presunción de lo otro, invención de un tú en que nos reconocemos; triunfo penoso de la tentación del apartamiento, sumersión en el espacio total que somos. Tales son las etapas del viaje inmóvil narrado en Materia viva. Hay formas verbales que sirven como hitos: el infinitivo-imperativo impersonal de los primeros versos (“Nacer al desconcierto y a la sombra...”), ya unido a indicios de individualización (“Comprobarme, confirmar mi permanencia”). La primera persona se diluye al comienzo en la pluralidad (“ligándonos y desatándonos/ serpientes del diálogo mudo”... “besábamos la humedad secreta/ hasta elevarnos desesperados y atávicos de alas”), para afirmarse después en una individualidad que sólo se reconoce en la inminencia del otro (sólo tú, llegando, cercándome pobre/ derrotado mío, formando mis propios límites”). La expansión en la totalidad se da en el último tramo de Materia viva mediante el paso del verso a la prosa. Distinción superficial, más espacial que verbal: los versos aislados se funden en el transcurrir de frases que, sin perder tensión, reproducen el ritmo de la totalidad.
El ceremonial de esta busca del yo en lo otro que es Materia viva se agiganta en una suerte de cosmogonía. Una vez más: describir el mundo es describirse. Primero es el encuentro del propio yo que de Materia viva (cuerpo, piel, cáscara, excrecencia de la tierra) se desdobla sucesivamente: encontrar el yo es inventar (invenire = descubrir) al tú. La identidad original así desdoblada e identificada con la voz que narra (que se narra) se transmuta en elementos primordiales: voz-agua, asociada a la permeabilidad, la penetración, el descenso; voz-fuego, unida a la verticalidad, a la posesión de un espacio aterrador e invitante. Los ritos ancestrales de destrucción-renacimiento, muerte-vida vuelve a oficiarse en Materia viva. La reconciliación última del aire, el fuego, el agua y la tierra, el “basta presentirla” con que se alude a esa fusión, es la luz más intensa entre las que fascinan en este libro.
Es asombroso que la brevedad, la límpida economía a que se ha consagrado Luisa Peluffo haya rehuído a tal punto el halago de la imagen atrayente o los hechizos de la tradición japonesa del destello instantáneo. Situada en las fronteras mismas del silencio, su poesía se oye como el decir que ha sacrificado cuanto no sea esencial.